de Ricardo Güiraldes
El herrero Miseria (o El herrero y el Diablo) - Episodio 5
Miseria volvió a correr mundo y terció con gente copetuda y tiró plata y tuvo amores con damas de primera.
Pero los años entraron a disparar, como antes, de suerte que -al llegar al año vigésimo, Miseria, queriendo dar pago a su deuda se acordó de la herrería en que había sufrido.
A todo esto, los diablos en el infierno le habían contado a Lucifer lo sucedido y éste, muy enojado, les había dicho:
-Canejo! No les previne que anduvieran con esmero, porque ese hombre era demasiado ladino? Esta vez vamos a ir toditos a ver si se nos escapa.
Por esto fue que Miseria, al llegar a su rancho, vio más gente reunida que en una jugada de taba. Pero esa gente, acomodada como un ejército, parecía estar a la orden de un mandón con corona. Miseria pensó que el mismito Infierno se había mudado a su casa, y llegó, mirando con temor a esa pueblada de diablos. "Si escapo de ésta -se dijo- seguro que ya nunca la pierdo." Pero haciéndose el muy templado, preguntó a aquella gente:
- ¿Quieren hablar conmigo?
-Sí -contestó fuerte el de la corona.
-A usted -le retrucó Miseria- no le he firmao ningún contrato, para que venga tomando velas en este entierro.
-Pero me vas a seguir -gritó el coronado-, por que yo soy el Rey de los Infiernos.
- Y quién me da el certificado? -alegó Miseria-. Si usted es lo que dice, ha de poder hacer con seguridad que todos los diablos entren en su cuerpo y volverse una hormiga.
Otro hubiera desconfiado, pero dicen que a los malos los sabe perder la rabia y el orgullo, de modo que Lucifer, ciego de furor, dio un grito y en el momento mismo se pasó a la forma de una hormiga, que llevaba adentro a todos los demonios del Infierno.
Sin dilación, Miseria agarró el bichito que caminaba sobre los ladrillos del piso, lo metió en su tabaquera, se fue a la herrería, la colocó sobre el yunque y, con un martillo, se puso a pegarle con todita el alma, hasta que la camiseta se le empapó de sudor.
Entonces, se refrescó, se mudó y salió a pasiar por el pueblo.
¡Bien haya, viejito sagáz! Todos los días, colocaba la tabaquera sobre el yunque y le pegaba tamaña paliza, hasta empapar la camiseta para después salir a pasear por el pueblo.
Y así se fueron los años.
Y resultó que ya en el pueblo no hubo peleas, ni pleitos ni alegaciones. Los maridos no castigaban a las mujeres, ni las madres a los chicos. Tíos, primos y entenados se entendían como Dios manda; no salía la viuda, ni el chancho; no se veían luces malas y los enfermos sanaron todos; los viejos no acababan de morirse y hasta los perros fueron virtuosos. Los vecinos se entendían bien, los baguales no corcoveaban más que de alegría y todo andaba como reloj de rico. Qué, si ni había que baldear los pozos porque toda agua era buena.